OTRA FORMA DE SER OLÍMPICO

Artículo publicado el mes de agosto, con motivo de la inauguración de los JJOO de Pekín.


La manera habitual (la que nos enseñan los medios de comunicación), es la siguiente. Los atletas llegan a la ciudad sonriendo, se hacen muchas fotos en el aeropuerto (¡lo hemos conseguido! es la traducción literal de esa sonrisa) y se instalan en su gran mayoría en la Villa Olímpica, que, por lo que comentan, esta vez es un lujo pekinés. Los pocos que prefieren un hotel, contablemente también serán olímpicos, aunque filosóficamente tal vez algo menos. A veces la razón toma decisiones que el espíritu no entiende.
El siguiente paso es el desfile. El gran momento. El día del desfile es duro. Muchas horas de pie, normalmente con calor, soportando los momentos previos con el mejor humor posible para dar la vuelta de honor ante un estadio repleto. El abanderado es el centro de atención, pero cada uno de los atletas se siente verdaderamente protagonista. Las risas nerviosas, las risas cómplices, las fotos y los abrazos en el centro del anillo junto a los demás deportistas, son las escenas posteriores a la parada de cada delegación. En el centro del estadio, vestidos todos iguales, han sido despojados de las características que definen su especialidad para compartir el núcleo común que los ha llevado hasta allí: la ilusión, el entrenamiento y el esfuerzo.
A partir de entonces, el vértigo de la competición va marcando su día a día. La natación, el atletismo, el baloncesto y la gimnasia quizá se eleven algo por encima del resto por su condición de clásicos en los Juegos, pero todos reciben la atención con la que muchos saben que no podrán contar durante el resto del año. Y mientras tanto, La Villa sigue siendo ese hervidero de historias personales que cada uno se lleva de vuelta a casa, o deja allí para siempre.
En mi familia hay un atleta olímpico. Mi padre participó en los Juegos de Méjico 68. Era jugador de baloncesto. Tenía 24 años y pudo vivir todo ese proceso habitual para unos privilegiados cada cuatro años. Decidió, como supongo que hace la mayoría, abrir bien sus sentidos, y meter toda su historia en la maleta de vuelta. Desde entonces la cuenta de vez en cuando. Y quien quiere la escucha. Y quien la escucha tiene derecho a pensar que estuvo allí, ¿o acaso no puede el espíritu tomar decisiones que la razón no entiende?

Diario Público, 9 de agosto de 2008.

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