Soy sobre todo Cerebro, Sistema Inmune y Piernas; ¿qué hago con ello?




Hemos terminado el seminario con los alumnos de IE UNIVERSITY, que hemos llamado; "Descubre y entrena tu impacto positivo". Un proceso de seis clases (a veces nos piden 10 sesiones), en las cuales ponemos las bases para que entiendan la esencia del Alto Rendimiento, con 4 temáticas;

1. Cónocete. 2. Trabaja en equipo; comparte con otros. 3. Entiende la raíz del liderazgo. 4. Entrena y controla tu estrés, para que te ayude en el día a día.

Preparando el itinerario formativo, hemos ido recopilando ideas, conceptos, reflexiones... y las hemos agrupado de este modo algo más 'entretenido' para un posible lector.

Hablamos con esa directora de Recursos Humanos que todos llevamos dentro*

Os dejo aquí la conversación.

 - Me estaba hablando de nuestro desempeño laboral como un arte. Me cuesta entender eso…

Personalmente, creo que la práctica de cualquier arte tiene ciertos requisitos que son totalmente independientes a su particularidad. Me explico; ya sea la carpintería, la medicina o la dirección de personas en una empresa multinacional; ya sea la política, por supuesto. Todas van a requerir una cualidad exactamente igual; la disciplina. Nunca haré nada bien si no lo hago de una manera disciplinada; cualquier cosa que haga solamente porque “estoy con el ánimo apropiado”, me puede constituir un hobby agradable, pero nunca llegaré a ser un verdadero profesional, un maestro en ese arte.


- Pues visto así, no parece tan complicado, ¿no? ¿Acaso no pasamos al menos ocho horas en el noble arte del trabajo? Ahora, con la situación sobrevenida, a veces incluso más…

Puede ser. Pero lo cierto es que, el individuo moderno, desde mi humilde punto de vista, es bastante indisciplinado fuera de esa esfera que llamamos ‘laboral. Cuando no está en el trabajo, su objetivo es ‘relajarse’, estar ‘ocioso’. Precisamente porque estamos (casi todos) obligados a gastar nuestra energía durante la mayor parte del día en lo que consideramos “fines ajenos”, nos rebelamos. Y esa rebeldía es infantil. Llegamos a desconfiar de toda disciplina, tanto de la que nos imponen como de la que deberíamos imponernos…


- ¿Imponernos…?

No está usted de acuerdo en que la concentración es básica para dominar cualquier arte, para cumplir con nuestras obligaciones, con nosotros mismos… 


- Puedo estarlo, sí…

Con el ritmo de vida actual, con la cantidad de distracciones, con esa cultura de lo inmediato, ¿dónde encontramos esa necesaria cualidad? Leemos a la vez que escuchamos la radio, hacemos una teleconferencia con las pestañas del ordenador abiertas, comemos con la televisión puesta. Somos, lo que yo llamo “consumidores con la boca siempre abierta”. Esa dificultad para mantener una concentración “artística” se está manifestando ahora más que nunca. No podemos estar a solas con nosotros mismos. Nos inquieta. Nos agobia. De todas las malas artes que nos asaltan, pocas nos dañan tanto como la impaciencia. La necesidad de obtener resultados para ayer. Así es imposible aprender cualquier cosa de veras. Así es imposible trabajar.





- Pues comprado está el diagnóstico. ¿Y qué hacemos ahora, doctora?

Nuestros abuelos estarían quizá en mejores condiciones para contestar a esa pregunta. Ellos lo tenían muy claro. Recomendaban levantarse temprano, no entregarse a lujos innecesarios y trabajar mucho. Ese tipo de relación con el arte era excesivamente rígida, según mi humilde opinión; estaba centrada en las virtudes de la frugalidad y el ahorro. Era, tal vez, en cierto modo ‘hostil’ a la vida. Probablemente por ello, como reacción a esa tendencia, vino -y viene- una corriente tendente a sospechar de cualquier tipo de disciplina. “Ya que nos piden disciplina y productividad para otros, respondamos con indisciplina y pereza en el resto de cosas”. Y, sin embargo, es absolutamente esencial que la disciplina no se sienta como una regla que nos imponen desde afuera, sino que la llevemos a una expresión de voluntad propia. Uno de los aspectos, a mi juicio, más lamentables de la llamada “Cultura Occidental”, es que pensemos en la disciplina como algo “penoso” para que sea bueno. Oriente nos lleva ventaja en eso; lo que es bueno para el individuo, forzosamente debe de ser algo agradable. Disciplinarse en todo caso es siempre una satisfacción. Pero a la satisfacción solo se llega por convencimiento… y tras mucho entrenamiento.


- Aquí estamos entonces para entrenar. Soy todo cerebro y piernas. Dígame.

Pues primero, quédese a solas consigo mismo. Escuche bien su latido cardiaco. Acepte en un primer momento lo complicado de eso. Siéntase molesto, intranquilo, incluso angustiado. Es algo, además, que hemos tenido que escuchar de forma muy abrupta e inesperada en este año de pandemia. Y no estábamos preparados. Al menos, no aquí, en nuestro entorno. Ha sido muy duro tener que aceptar que la soledad y el aislamiento ya no eran buscados (para mucha gente ya no lo eran desde mucho antes), sino severamente impuestos. En la medida que podamos, sería bueno anticiparnos a las dificultades de la soledad. Que, al menos, no nos pille tan desprevenidos como para que nos fastidie sin remedio. 


- Y qué remedio propone…

Evitemos, en la medida de lo posible, la trivialidad. Sintamos lo que hacemos. Y por supuesto evitemos a esos individuos cuyos pensamientos y conversaciones están ausentes de humanidad; de alma. Y, en caso de no poder evitarlos, hagámosles entender que nuestra vida “va en serio”.


- Qué la vida iba en serio, uno se da cuenta demasiado tarde… 

No tiene por qué ser así. Es una cuestión de simple y pura (¡pura!) práctica de la concentración. Le pondré un ejemplo muy obvio. Un padre y sus dos hijos adolescentes salen a pasear una tarde. De repente, el padre quiere entrar en el Museo del Prado. Su pasión es la pintura. Su objetivo es la sala de Velázquez. Sus ojos brillan, su caminar fluye. A su lado, los adolescentes cargan los hombros, fruncen el ceño, arrastran los pies. 

De repente, cruzan por una zona de ocio con tiendas dedicadas a los videojuegos, a la moda, a las tendencias. ¡No es esto, no es esto! El padre los coge de la mano. Los quiere fuera de allí. La actitud de los chavales ha cambiado, podrían estar allí días enteros…



- No estoy seguro de haber entendido. Perdón.

Parafraseando a aquel presidente norteamericano… ¡Es el egoísmo, idiota! Cualquier actividad -¡Cualquier actividad!- puede tener un efecto estimulante. Simplemente requiere de un entrenamiento basado en dos premisas. La primera premisa es que “el otro”, la otra persona, me interesa. Y mucho más debería ser así cuando “el otro” es alguien al cual necesito cada día en mi equipo. La segunda pasa por desterrar esa falacia de la multitarea. Solo podemos hacer una cosa (humanamente) bien a la vez. Si el otro me interesa, y si estoy aquí, con él, ahora, ¿qué tal si me pongo en su piel? ¿Qué tal si practico un poco de cierta sensibilidad? ¿Qué me cuesta?


- Dicho así… pero, barato, lo que se dice barato, no parece, ¿no?

Lo acepto. Por supuesto que lo acepto. Pero quiero expresar una cosa; la persona media, a lo largo de toda la evolución, siempre ha sido sensible a sus procesos corporales. Si no hubiera sido así, no hubiéramos llegado hasta aquí como especie. La mayoría de nosotros, de forma natural, sabemos lo que significa “sentirse bien”. Lo que sucede, y aquí es donde empieza la dificultad, pero también la oportunidad, es que no se valora igual la posibilidad de ponernos en el lugar del otro. Se habla mucho de la empatía, de la generosidad, de la confianza. Pero, lamentablemente, se obtiene muy poco rédito social cuando se practica. Nuestros modelos de éxito son las estrellas del cine o del deporte, las personas que han tenido éxito en los negocios, los individuos con mucho poder. Lo que yo llamo “figuras en letras de molde”. Si hiciéramos el esfuerzo de pasar de la teoría de la sensibilidad, a la verdadera práctica, esos moldes cambiarían. Al menos en nuestro entorno cercano. Y tacita a tacita…


- La escucho, la entiendo, pero me sigo sin ver capaz. Lo siento.

No se preocupe. Tenemos tiempo. Sigamos con el entrenamiento. 

  1. Concentración. Siempre de dentro hacia fuera.

  2. Sensibilidad. ¿De qué va mi compañero? ¿Qué le interesa?

Pasemos a la tercera idea que nos puede poner en marcha. Vivimos en una era de ‘narcisismo’ yo diría que también (y perdón por la frivolidad) casi pandémico. Volviendo a mi subjetivo punto de vista, tengo la absoluta convicción de que el polo opuesto a ese narcisismo, a esa permanente mirada hacia nosotros, o hacia el mundo exterior sólo en función de nuestro propio interés, es la objetividad. Me explico. En cualquier forma de psicosis (y esto ya no es una opinión), hay una incapacidad manifiesta para ser objetivos. Para el psicópata, para una persona ‘insana’, la única realidad que existe es la que está en su interior, la de sus deseos, la de sus temores. El mundo exterior es tan solo la recreación de su propio mundo interior. De algún modo, todos procedemos de idéntica manera cuando soñamos. En el sueño producimos hechos, dramas, anhelos, temores. Mientras dormimos, estamos convencidos de que ese sueño es tan real como la percepción en nuestro estado de vigilia.


- Pues lo llevamos claro. Todos soñamos. Y no todos somos seres insanos.

Un poco sí lo somos, obviamente. Pero, del insano que yo hablo, es de aquel que carece completamente de una visión objetiva del mundo exterior. ¿Es necesario dar ejemplos? Cualquiera los puede encontrar casi cada día, ¿no es cierto? Lo único que varía es el grado de deformación narcisista de la realidad. Pero la tendencia en ciertos ámbitos está muy marcada. Menos extremas, tal vez son las deformaciones tan comunes en las relaciones interpersonales. ¿Cuántos padres experimentan las reacciones del hijo en función de su obediencia, de que les haya hecho quedar bien delante de gente… en lugar de interesarse por lo que el niño puede sentir para y por sí mismo? En definitiva, toda acción de un supuesto ‘enemigo’ se juzga según unas normas, y toda acción de los ‘nuestros’ se juzga con otras normas. Es indudable -e innumerables ejemplos estamos teniendo de ello estos largos meses de pandemia- que si examinamos la relación entre los individuos, o entre las naciones, llegamos a la conclusión de que la objetividad es la excepción, y lo corriente es una deformación narcisista en mayor o menor grado.


- No me deja usted demasiado tranquilo.

Lo siento de veras. 


- No me deje así.

Si queremos mejorar, sólo tenemos una opción. Esa excepcional objetividad, pasa necesariamente por el uso de la razón. Y el buen manejo de la razón sólo es posible con una actitud previa de humildad. Digamos, por tanto, que debemos abandonar como sea ese estado de ‘omnipotencia’ que nos da la infancia, esa especie de ensoñación y ensimismamiento. Debo esforzarme por ser objetivo en cualquier situación y hacerme al mismo tiempo sensible a la situación frente a la que no soy objetivo. Debo tratar de ver la diferencia entre ‘mi’ imagen de una persona y de su conducta, tal como resulta de la deformación narcisista, y la realidad de esa persona tal como existe independientemente de mis intereses, necesidades o temores. La humildad y la objetividad son siempre, siempre indivisibles.


- Yo quiero mucho a los míos. Jamás podré querer igual a los que no están conmigo.

No me interprete mal, por favor. Eso es obvio. Ahora que usted habla del ‘querer’, entremos un momento en ese complejo mundo. La adquisición de la capacidad de ser objetivo y de la razón, representa al menos la mitad del camino en lo que yo llamo “el arte de amar”, pero sin duda debe abarcar a todos los que me rodean. Si queremos preservar nuestra objetividad solamente para los muy elegidos, creyendo que no la necesitamos para tratar con el resto del mundo, estamos abocados al fracaso con ambos. Crecer, si me lo permite, no es más que desarrollar una relación cada vez más productiva con el mundo y con nosotros mismos. Y eso no puede ser excluyente, sino integrador.


- Ese complejo mundo. Lo que me está pidiendo usted es algo casi sobrenatural.

De algún modo es así. La práctica del arte de amar requiere sin duda de fe. 


- Con la Iglesia nos hemos topado, amigo Sancho.

Espere un poco. Deme una oportunidad de explicarlo.




- Se la doy. Me tiene muy intrigado en este punto ¿De que fe me habla? 

Para comprender el problema de la fe a la que me refiero, es necesario distinguir entre lo que yo llamo fe racional y fe irracional. Esta última es la creencia sumisa en una autoridad que se sitúa por encima de nosotros. Yo pretendía hablarle de otro tipo de fe; la que llamo fe racional, que no es primariamente la creencia en algo, sino la cualidad de certeza y firmeza que poseen nuestras convicciones. Algo que penetra toda nuestra personalidad, no una creencia específica. ¿Cómo llega un científico a un nuevo descubrimiento? El proceso del pensamiento creador en cualquier campo del esfuerzo humano suele comenzar con lo que podríamos llamar “una visión racional”, que a su vez es el resultado de numerosos estudios previos, pensamiento reflexivo y observación. 

La historia de la ciencia está llena de ejemplos de fe en la razón y en las visiones de la verdad. A cada paso, desde la concepción de una visión racional hasta que se formula una teoría, es necesaria la fe; fe en la visión de una finalidad racionalmente válida; fe en la hipótesis como algo probable y plausible; y fe en la teoría final, al menos hasta que se llegue a un consenso general de su validez. Así como la fe irracional es la aceptación de algo como verdadero porque así lo afirma una autoridad o la mayoría, la fe racional tiene sus raíces en una convicción independiente basada en el pensamiento propio, en la observación productiva, a veces a pesar de la opinión de la mayoría.


- Ya. Entiendo. Pero aquí estamos usted y yo para hablar de personas…

El pensamiento y el juicio no constituyen el único dominio de la experiencia en la que se manifiesta la fe racional. Precisamente, en la esfera de las relaciones humanas, la fe es una cualidad indispensable. “Tener fe” en otra persona significa estar seguro de la confianza e inmutabilidad de sus actitudes fundamentales, de la “esencia” de su personalidad. E igualmente tenemos fe en nosotros mismos. Tenemos conciencia de un yo, de un núcleo de nuestra personalidad que es inmutable y que persiste aunque varíen las circunstancias, los sentimientos e incluso las opiniones. A menos que tengamos esa fe en la persistencia de nuestro yo, nuestro sentimiento de identidad se verá amenazado y nos haremos dependientes de otra gente, cuya aprobación se volverá básica. Solamente manteniendo esa fe en nosotros mismos, mantendremos la fidelidad al prójimo. Como dice Nietzche, el individuo puede definirse por su capacidad de prometer. La fe nos otorga esa capacidad. Nos hace confiables.


- ¿Se puede entonces trabajar esa fe que usted llama racional, o no podemos hacer nada con ella y es, al igual que la fe más irracional, algo parecido a un don divino?

Yo diría que la potencialidad de amar, de ser feliz, de usar la razón, o el talento artístico, por ejemplo, son todas semillas que solo se manifiestan y crecen cuando ponemos las condiciones para ello. De todas las condiciones, tal vez la más importante es que las personas con mayor influencia en nosotros crean en nuestras potencialidades. La presencia de dicha fe marca la diferencia entre educación y manipulación. La educación es ayudar a alguien a desarrollar sus potencialidades. A sacar lo que ya creemos que lleva dentro. Lo opuesto sería esa manipulación que pasa por inculcar al niño lo que el adulto considera que debe saber y suprimen lo que ellos mismos creen que es indeseable.


- Me está viniendo a la cabeza aquella famosa canción de la infancia que nos hablaba de que “con más gente a favor de gente, en cada pueblo y nación… habría menos gente difícil y más gente con corazón”, perdóneme la frivolidad.

Está usted perdonado. Efectivamente, la fe en los demás debería culminar, y culmina, en la fe en la Humanidad. En el mundo occidental esa fe se expresa en términos religiosos en la religión judeo-cristiana, y en el lenguaje secular tiene su expresión más poderosa en las ideas políticas y sociales humanísticas de los últimos dos siglos. Si el niño tiene una potencialidad que debe acabar expresándose, el hombre, dadas las condiciones adecuadas, podrá construir un orden social gobernado por los principios de igualdad, justicia y amor.


- Me está usted hablando de la Utopía, con lo bien que íbamos…

No pretendía hacerlo. La fe racional no debe de ser una mera expresión de deseos, sino que debe basarse en la evidencia de los logros del pasado, en la experiencia interior de cada individuo o grupo de individuos. Tenemos fe (racional) en las potencialidades de los demás, en las nuestras y en las de la humanidad, porque ya hemos experimentado el desarrollo de esas potencialidades, la realidad de crecimiento en nosotros mismos. Diría, por tanto, que la base de la fe racional tiene que ver con la productividad; vivir de acuerdo a esa fe significa vivir ‘productivamente’. De esta idea podemos deducir que la creencia en el poder (en el sentido de un poder que nos domina), y en el uso de ese poder, constituye el reverso de esa fe. No puede haber, por decirlo de un modo que se entienda bien, una fe racional en el poder. Hay, en todo caso, una sumisión a él por parte de los que no lo tienen, y un deseo de conservarlo cuando se tiene. La historia de la humanidad ha demostrado que el poder es el más inestable de todos los logros humanos. Tener fe requiere sobre todo coraje.



- ¿Perdón?

No se puede confiar sólo en el poder. Tenerlo como permanente aliado. El coraje al que me refiero no es el que utilizó el fanfarrón de Mussolini cuando acuñó el término “vivir peligrosamente”. Su tipo de coraje era puramente nihilista. Estaba arraigado en una actitud destructiva frente a la vida, en la voluntad de jugarse la vida porque se es incapaz de amarla. El coraje de la desesperación es lo contrario al que yo me refiero. La fe en el poder es lo opuesto a la fe racional en la vida humana.


- ¿Hay algo que debamos practicar en relación con la fe y el valor?

Indudablemente, sí. Requiere fe criar a un niño, ya lo hemos hablado antes; se necesita fe para descansar; para iniciar cualquier relación o desempeño. Quien no la posee, sufre mucho, lógicamente. Mantener la propia opinión, las propias convicciones frente a una supuesta mayoría en contra. Todo eso requiere de la fe y del coraje que hemos hablado aquí. Recibir los reveses como un desafío y no como un injusto castigo. Eso, de forma racional, sólo es posible con esa misma fe.


- Practiquemos, por favor, aunque sea de forma breve

Comencemos entonces por los pequeños detalles de la vida diaria. Entrenemos esta fe racional como un niño que aprende a caminar. La actitud es la primera de las premisas. Y luego la actividad. Usar, de forma productiva, nuestras propias fortalezas. Ser activo no es estar haciendo algo todo el tiempo. Ser activo en el pensamiento, en el sentimiento, es simplemente ser capaz de evitar la pereza interior, es mantenerse receptivo, captar las necesidades propias, pero también las ajenas. Nuestras relaciones están casi siempre determinadas por el principio de la equidad. “Te doy tanto como tú me das”. Aquí, sin embargo, surge un problema importante. “Me gustaría ser un buen cristiano, pero tendría que morir de hambre para ello”.  El espíritu de una sociedad que se siente ‘capitalista’, parece que está fundamentado en la necesidad permanente de producción. Y parece que será solamente el inconformista el que pueda vivir bien dentro de ella. 


- Íbamos bien, pero…

La sociedad debe organizarse de tal forma que la naturaleza del individuo no esté separada de su existencia social, sino que ambas se unan. La clave pasa por practicar día tras día una fe racional basada en la comprensión de la naturaleza humana. Paciencia, atención plena y capacidad de escucha. Y mucho, mucho entrenamiento.


(*) Conversación imaginada desde el capítulo 4 del Arte de Amar, de Erich Fromm. ¿Se puede aprender algo acerca de un arte, excepto practicándolo?








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