Entrevistando al filósofo




Aprovechamos un tiempo entre costuras laborales para acercarnos al filósofo que todo lo sabe, que todo lo ha pensado o lo pensará. Queremos que nos hable de lo que nos define como seres humanos, que no es ni nuestro material genético, ni los instintos, tan cercanos a los de otros animales.

Lo que nos define, dice el sabio, es nuestra capacidad de tomar decisiones, y de inventar acciones que transforman la realidad…


PARTE 1. SOBRE LOS PRINCIPIOS DEL HOMBRE*


-Dice usted que desde bien pequeñito vive obsesionado con la pregunta que da sentido a todo; ¿en qué consiste la libertad?

Eso es lo que digo, y lo que escribo desde que puedo y me dejan, sí. Pero en cuanto pongo en marcha la cuestión, no para de enredarme con otras cuestiones. ¿Soy ser humano capaz de libertad, o soy libertad y por ello capaz de ser humano? Supuse que la experiencia de los años me traería las respuestas, pero ahora ya sé que ni el tiempo ni el espacio son capaces de hacerlo. Por tanto, sin respuestas concluyentes, tengo que intentar responder. Es la primera y más importante elección de todas las que debo ir tomando.


-¿Y?

Pues que se imponen nuevas búsquedas, algo menos ambiciosas, algo menos esenciales. De la complejidad han ido surgiendo sistemas filosóficos, construcciones mentales a veces risibles, pero a veces intelectualmente apasionantes. Y en esas estamos, renunciando a los vastos empeños, pero sin un mínimo reposo. Demasiadas peripecias que atosigan a quien pretende abandonar o descansar tranquilo.


-Pues dicen que los problemas insolubles solamente tienen malas soluciones.

Quizá tenga razón. En este caso habría que optar o por el dogmatismo que siempre zanja y lo simplifica todo, o por el escepticismo, que normalmente acaba abandonando, encogido de hombros. Como ya he dicho en otras ocasiones; la filosofía nunca es una cancelación definitiva que nos permite salir de todas las dudas, sino que es el acicate que nos arroja a ellas, permitiéndonos vivir con dignidad inteligente en la ausencia de certidumbres absolutas. Sigamos filosofando. Esa es mi elección final.


-Dice Arnold Gehlen que “el hombre no vive, sino que dirige su vida”

A la pregunta sobre el origen del hombre, se dan siempre dos respuestas; la primera hace que provenga de Dios, la otra lo hace provenir del animal. La primera no es científica, y la segunda es equívoca… precisamente desde el punto de vista científico. Sin embargo, ambos puntos de vista tienen un presupuesto en común; el hombre no puede ser comprendido desde sí mismo. Sólo puede describirse e interpretarse con categorías extrahumanas. Ambas perspectivas parten de lo no humano, parece que no podemos ser interpretados con conceptos o categorías que nos sean propias. Parece que algo, o alguien, siempre nos ha dirigido al inicio, o nos sigue dirigiendo en todo momento.


-Dejemos por un momento a Dios y a nuestros parentescos de la naturaleza a un lado. Consideremos al hombre en sí mismo. ¿Qué nos define entonces?

Pues según el propio Gehlen al que usted mencionaba, lo que nos definiría es la capacidad para actuar. Él lo articula en ese sentido; nos movemos, nos activamos. “¿Acaso -dice-, vivir no equivale siempre, de alguna manera, a actuar?”


- Ya, pero también dice Aristóteles, en su Ética a Nicómaco, que los animales ‘no actúan’ (ta theria… praxeos me koinoein. De modo que ‘actuar’ debería de ser algo más que alimentarse o reproducirse…

Pues sí. Hace bien en recordarlo. El ser activo, tal y cómo nos quería transmitir Gehlen al modo aristotélico, no sólo obra a causa de la realidad, sino que es capaz de activar la realidad misma. El hombre es capaz de poner en marcha una realidad que, sin él, jamás habría existido. Finalmente, de lo que se trata no es de encontrar el ‘origen’ del hombre (en su sentido físico, zoológico…), sino de encontrar cuál es su ‘principio’ (o sea aquello a partir de lo que empieza a ser hombre). Sin duda, ese principio está en una intervención en lo real, con capacidad para planear, para innovar. La ‘acción humana’ es lo contrario de algo programado, como lo es la ‘acción animal’. Las pautas vegetativas, los instintos, son programas. Las rosas, las panteras, de algún modo están programadas para ser lo que son. Los seres humanos también… pero en una medida muy diferente; nuestra biología responde a un programa, pero no así nuestra llamada ‘capacidad simbólica’ (de la que dependen nuestras acciones). Digamos, por concluir, que los seres humanos estamos programados en cuanto ‘seres’, pero ni mucho menos en cuanto ‘humanos’.


-Entiendo. Pues a pesar de eso, todo el rato se nos informa de que nuestra diferencia con los chimpancés es mínima. ¿Es una invocación a la modestia, o que no se tiene en cuenta este aspecto de la humanidad alejada de la programación animal?

Cualquier invocación a la modestia debería ser siempre bienvenida. Pero lo único cierto es que, dada nuestra radical diferencia con un chimpancé, con un cerdo o con los gusanos, la dotación genética no puede ser lo más decisivo en el establecimiento de la condición humana. A diferencia de todos estos animales, no estamos programados totalmente por los instintos. Incluso, jugamos frecuentemente contra ellos por medio de una ‘contraprogramación’ que podríamos llamar ‘simbólica’.




-¿Cuál es entonces la diferencia fundamental, orgánica, entre el ser humano y cualquier otro animal?

Podríamos definirlo como la casi total ausencia de especialización de ningún tipo. Lo prodigioso de la constitución de los animales, que lleva a todo ese movimiento de admiración por la madre naturaleza, es el nivel de adecuación que todos alcanzan para dedicarse a ciertas tareas y para vivir en un determinado medio. Todas las bestias son portentosas especialistas en empeños exigentes y muy excluyentes, como saltar, morder, desgarrar, alimentarse de ciertos residuos, soportar temperaturas extremas, procrear en las peores condiciones imaginables… En zoología, los estudios siempre derivan hacia unas condiciones anatómicas minuciosas sobre instrumentos de alta precisión. Un ojo que es como un microscopio; una mandíbula que desgarra de forma excepcional; una aleta que se impulsa en el agua de forma velocisima… En cambio, al hablar del ser humano, no se dan estas excelencias hiperespecializadas. Parece que todo está peor diseñado para ser único en su especie, y sin embargo se las arregla mejor para cumplir tareas imprevistas.


-No podemos competir…

Sí, sí podemos. Nuestra mano, no especializada, se las acaba arreglando para levantar peso, conducir, tocar un instrumento… nuestra boca tiene que morder, y a la vez poder silbar, besar… Competimos, por tanto, saliendo de nuestro lugar de origen; lo humano, por decirlo de un modo gráfico, lo es porque es capaz de ‘recorrer el mundo’, es capaz de desbordar el ‘presente inmediato’. Los animales superiores, los chimpancés de los que genéticamente provenimos, están definidos de un modo mucho más preciso que nosotros. han desarrollado mejores músculos, y unas capacidades más determinadas. Es como si los hombres hubiéramos mantenido una indeterminación más pueril; como si fuésemos en realidad una especie menos crecida, menos decidida en nuestro desarrollo…


-Ahora me está liando…

me explicaré mejor, perdone. Esa indeterminación se refiere a hocicos, a músculos, a zarpas. Porque sí hay algo que nos distingue por y para siempre del resto de la evolución. Es obviamente nuestro cerebro. Aunque estamos mal dotados (peor dotados, al menos), en cuanto a pautas de conducta instintivamente codificadas, y en cuanto a la adecuación a un medio ambiente concreto, estamos provistos del instrumento más apto para improvisar e inventar ante las urgencias de lo real…


-El cerebro…

Elemental, querido Watson. Y ese es el órgano diana de lo que llamamos la acción humana, distinta de la acción animal. De algún modo, esas taras físicas, esas carencias de lo específico para sobrevivir de manera específica, han espabilado a nuestro cerebro y nos han llevado a una dimensión diferente. Esos animales mucho más evolucionados, han avanzado tanto por su camino que ya no pueden tomar otro; aciertan automáticamente en su entorno, siempre… hasta que un día cambian las circunstancias, y entonces desaparecen sin remedio. El ser humano, dada su imprecisión desde el inicio, ha cometido todo tipo de errores teniendo que corregirlos para seguir funcionando. ¿Se entiende mejor la idea ahora?


-No sé yo. Me suena a una especie de infancia permanente. A no poder relajarnos, jubilarnos…

Le suena bien, entonces. Al menos esa es la idea que quería transmitir. Nuestra evolución nos impide una determinación hacia ningún paisaje, hacia un clima concreto. Lo que sí hace es determinarnos hacia un ambiente natural específico, que nos permite sobrevivir; yo lo llamaría el medio ambiente social. Esa acción que distingue al hombre del animal, es por tanto la acción de inventar un entorno a través de la conexión con el entorno que nos rodea.


-Somos entonces como los dioses, ahora se está derivando hacia esa capacidad.

La dignidad del hombre está en ser co-creador de sí mismo junto con Dios, completando lo que la divinidad ha esbozado. Los demás seres de la naturaleza tienen su propio destino marcado. El hombre actúa por sí mismo, y a su propio riesgo en la naturaleza.


- Niños y semidioses al mismo tiempo. Cuando creo que estoy saliendo del lío, me meto de cabeza en él, o me mete usted de vuelta, perdone que se lo diga.

Bueno, bueno. Hágase entonces la calma. Terminemos esta primera parte de la entrevista con unos sonetos de W.H Auden, sin buenos ni malos. Tras mencionar que las diversas criaturas naturales (melocotones, abejas, truchas…) habían recibido desde el inicio su ‘ser’ definitivo, su lugar para toda la eternidad, el poeta prosigue así;

“Hasta que finalmente apareció una criatura infantil sobre la cual los años podían modelar cualquier característica,

simular, a gusto del azar, un leopardo o una paloma, que se veía suavemente sacudida por la más leve brisa,

que buscaba la verdad, pero estaba siempre equivocada, y envidiaba a sus escasos amigos, y elegía a su amor”.


Esta perpetua adolescencia nos dota también de una singular tenacidad, de una obstinación a veces admirable y otras veces temible. Es lo que el personaje del aviador de Saint Exupery, en la hermosa meditación narrativa Terres des Hommes, explicando su negación a rendirse en medio de la nieve para morir en paz, llama el admirable orgullo de hombre; “Lo que yo he hecho, te juro que jamás lo habría hecho ningún animal”


(*) Ficción basada en las reflexones de Fernando Saváter, en su primer capítulo del ensayo "El Valor de Elegir", de la editorial Ariel, publicado en 2003




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